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En el ámbito de los Recursos Humanos, la formación de los trabajadores es un elemento necesario e indiscutible para la mejora del funcionamiento de una organización. No obstante, a pesar de que estamos avanzando hacia modelos de formación y desarrollo cada vez con mayor aplicabilidad y orientados a resultados, en la práctica diaria de una empresa se hace difícil la evaluación del impacto de las acciones formativas.
Antes de entrar en materia, queremos reflexionar sobre dos cuestiones previas. El concepto de coste necesario vs. el de inversión, y la idea del falso empoderamiento que se suele asociar al conocimiento.
En cuanto al primer aspecto, las organizaciones tienen costes necesarios que soportan para el ejercicio de sus actividades y que difícilmente podríamos encuadrar en el capitulo de las inversiones. De hecho, incrementos en esos costes difícilmente se asocian con mejoras en rentabilidad o productividad organizativa. En nuestra opinión, la misma lógica es aplicable a la formación en la empresa.
Hay conocimientos que nuestros trabajadores deben tener y que, sencillamente, son necesarios para que la empresa funcione. Por otro lado, diferenciemos coste necesario en formación de obligación legal. La necesidad de disponer de ciertos conocimientos puede venir marcada o no por las exigencias del legislador, aunque tampoco es lo habitual. Más bien, el legislador suele obligar a la realización de formaciones que de otro modo no se realizarían, porque se considerarían prescindibles.
En segundo lugar, quiero cuestionar el famoso axioma “el conocimiento es poder”. En el mundo de la formación se ha transformado y se ha hecho popular la famosa frase “Si cree que la formación no es rentable, pruebe con la ignorancia”. Ambas afirmaciones tienen algo que nos resulta incompleto y es porque son inexactas, no son completamente ciertas. El conocimiento que no pasa a la acción no empodera, simplemente ocupa un nicho. Cualquier empresa seria es consciente de la siguiente fórmula:
Conocimiento x Acción = Resultados
Dicho de otro modo, antes de meternos en el análisis de la rentabilidad de la formación, debemos tener claro que todo aquello que no favorezca de manera clara la utilización práctica del conocimiento adquirido y el paso a la acción difícilmente tendrá ningún resultado que pueda ser medible en el seno de una empresa. Estamos hablando de la conocida “transferencia”, a menudo olvidada no solo en formaciones de un alto nivel conceptual sino en formaciones en las que no resultaría difícil planificar y prever un aterrizaje práctico de alta aplicabilidad.
Antes de preocuparnos por medir, pensemos seriamente en transferir
El corazón de los responsables de la formación, a menudo, está dividido. Conseguir demostrar irrefutablemente la rentabilidad de la formación sería el mejor modo de poner en valor su trabajo, pero no es menos cierto que los sometería a la presión del resultado en términos económicos, más allá de los KPIs de gestión. Incluso pondría en duda muchas de las formaciones que se realizan habitualmente en las empresas.
El modelo más extendido para la medición de la formación es el de Kirkpatrick, que todos conocemos y que se soporta en el concepto del Retorno de las Expectativa o ROE (Return on Expectations).
Este método fue diseñado por el profesor Donald L. Kirkpatrick, contemplando 4 niveles en el criterio para poder medir: Reacción, Aprendizaje, Comportamiento y Resultados.
El desarrollo progresivo de cada uno de estos niveles es exigente y requiere instrumentos específicos para su medición, que resultan cada vez más complejos y difíciles de aplicar:
El anhelo de las personas que nos dedicamos al campo de la gestión de recursos humanos es la medición del último nivel, el de resultado o impacto. Dicho de otro modo, en tan manido ROI (Return on Invesment).
Nos es suficiente una visión simplificada frente a como se analiza el rendimiento desde el punto de vista financiero. Una sencilla fórmula matemática que arroje un resultado porcentual, según el cual, cuanto más alto sea, más rentable será la inversión en formación:
ROI= (Beneficios netos / Total de costes)
Para obtener los datos, podríamos cuantificar el total de costes (directos + indirectos) y el total de beneficios, dónde cabe preguntarse como cuantificaríamos los llamados beneficios “blandos”, junto con los beneficios “duros”.
La visión del ROI puede ser cortoplacista. Es, ante todo, una métrica para el análisis de la estructura económico-financiera de un negocio en una foto de corte casi transversal, pero puede no reflejar bien el análisis de una inversión a medio y largo plazo.
Hay otros indicadores que no suelen contemplarse cuando halamos de formación, pero que serían igualmente aplicables en este contexto. Hablo del Periodo de amortización, el VAN (Valor Actual Neto) y la TIR (Tasa Interna de Retorno). No es difícil buscar su aplicabilidad en el campo de la formación:
VAN y el TIR son similares, su propósito es el mismo, el de indicar si un proyecto es rentable o no. La mayor diferencia es que el VAN calcula la rentabilidad utilizando valores monetarios, mientras que el TIR indica el resultado en forma de porcentaje.
¿Por qué introducir estos conceptos para analizar la formación? Sobre todo, porque tienen en cuenta de manera objetiva tres factores que normalmente no consideramos:
Dicho todo esto, el problema de la evaluación de la rentabilidad de la formación no está en el concepto. Hay muchos artículos sobre el concepto de ROI aplicado a la formación, el problema real esta en la medición.
Y tiene varias aristas, haciendo un análisis riguroso:
Los Comités de Dirección deben pensar, dentro de la lógica de ética y la responsabilidad social, en términos de resultados económico-financieros. Sostenibles, sí, pero resultados a la postre.
La formación no se escapa a esta lógica. De modo que, si la medición resulta tan compleja, podemos pensar en algunos consejos que nos ayuden a potenciar la necesaria rentabilidad. Algunas recomendaciones ya la hemos mencionado:
Los puntos anteriores nos pueden servir a modo de lista de comprobación para la toma de decisiones en relación con la congruencia y acierto de la inversión realizada, ayudándonos a anticipar los posibles problemas que dificulten el retorno de la inversión o su justificación posterior.
No debemos ni podemos quedarnos en que “la gente salga contenta o se lo pase bien”, como escuche recientemente a un directivo de una conocida empresa. Un buen nivel de reacción es necesario, es condición sine qua non, pero no es suficiente.
En conclusión, evaluar acciones formativas no es fácil, puede resultar casi imposible si nos adentramos en el territorio del retorno de la inversión en términos económicos. No obstante, hay cosas que podemos hacer reflexionando un poco más antes de cada acción sobre aquello que va a optimizarla, generando un mayor nivel de aportación.
Gastar dinero en una formación aleatoria o por costumbre, sin análisis previo, no ofrecerá los resultados esperados y producirá cada vez más desmotivación y falta de compromiso en la organización, nuestras plantillas no apreciarán favorablemente el impacto que está pueda tener en su puesto de trabajo o en su vida profesional. Lo verán como un trámite en el que tendremos que poner cada vez más esfuerzo, y la tracción, finalmente, fallara. Se nos romperá la caja de cambios y el volante-motor.
Aprovechemos las palancas que conocemos como profesionales del área y comuniquemos lo que pretendemos y cómo vamos a organizar nuestro plan para que esto se cumpla.
Gracias por leernos.